Por Pablo Trucco
Durante casi todo el siglo XX y hasta la década de 1970, el modelo de desarrollo convencional tanto en el mundo desarrollado como entre los países en desarrollo se centraba en el paradigma tecnológico-productivo fordista orientado principalmente (aunque no exclusivamente) al mercado interno como vía para avanzar en el desarrollo industrial. En América Latina la producción integrada en grandes plantas fue muchas veces impulsada y organizada desde el estado, ya que los países del sur enfrentaban frecuentemente insuficiencia tanto de capital como de capitalistas con una visión industrialista. La escuela estructuralista latinoamericana ofreció desde la CEPAL una teoría del desarrollo fundada en una industrialización dirigida por el estado con un importante sesgo hacia la sustitución de importaciones por producción local. En el mundo de la segunda pos guerra donde los países desarrollados de Occidente se embarcaban en la construcción de un estado de bienestar mientras que en el Este se consolidaban o expandían los estados comunistas, el camino estructuralista liderado por Raúl Prebisch resultaba moderado y consistente con su entorno histórico tanto en los fines que perseguía como en los instrumentos que proponía para alcanzarlos.
Durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial y hasta la década de 1980, las economías latinoamericanas crecieron a una tasa promedio anual de 5,5%, y la productividad creció a un ritmo comparable al de Estados Unidos. Sin embargo, la creciente transnacionalización económica global apuntalada por la crisis del petróleo de la década de 1970 comenzó a resquebrajar los cimientos del paradigma tecnológico-productivo fordista que terminó por sucumbir tras el final de la Guerra Fría, ya avanzada la década de 1980. Ya desde la década de 1960 grandes empresas de los países desarrollados comenzaron a reorganizar su proceso de producción y a transferir actividades desarrolladas en eslabones productivos no estratégicos hacia otras empresas, reservándose los eslabones clave tales como las actividades intensivas en conocimiento y en la toma de decisiones (outsourcing). De esta manera, trasladaron costos fijos (junto con el riesgo que ello implica) hacia otras empresas que se posicionaron como anillos de proveedores alrededor de las grandes firmas, quienes debían adaptarse a los estándares productivos, organizativos y de calidad impuestos por las grandes empresas.
Así, la incipiente transnacionalización que comenzó en la década de 1970 recibió un fuerte impulso en “los felices 90’s”, alimentándose del triunfo del capitalismo, la revolución de las tecnologías de la información y las comunicaciones, el mejoramiento del transporte y la logística, y el robusto crecimiento del comercio mundial fomentado por acuerdos de libre comercio multilaterales, regionales y bilaterales. Todo ello, junto a una sustancial apertura al flujo internacional de capitales tanto financieros como para la inversión directa en un contexto de reducidas tasas de interés, posibilitó el proceso de offshoring, esto es, que los mencionados anillos de proveedores fueran sustituidos por proveedores localizados en otros países (de capitales locales o extranjeros que abrieron filiales en el exterior) debido a sus ventajas en términos de costos de producción, acceso a mercados (locales o de terceros a través de acuerdos de libre comercio), o de acceso a recursos estratégicos, entre las razones más importantes.
Este fue el origen de las cadenas globales de valor, en las que empresas localizadas en diferentes países pudieron articularse para que cada una de ellas fuera agregando valor sobre cada eslabón de la cadena productiva hasta conseguir el producto final.[1] Esta articulación de diferentes unidades productivas localizadas en distintos países con el objetivo de producir un bien también se conoce como integración productiva(regional o global, según el caso), y dependiendo de la forma específica en la que un país se inserte en dichas cadenas de valor puede o no representar una oportunidad para potenciar su desarrollo. Las relaciones al interior de la cadena son asimétricas entre eslabones y entre firmas, siendo en general las grandes empresas (que delegaron en proveedores las actividades más estandarizadas pero que conservaron los eslabones más intensivos en conocimiento), quienes quedaron en una situación más favorable tanto en términos de las decisiones sobre la organización de la producción como en la rentabilidad obtenida por dichos eslabón.
¿Es la inserción en las cadenas globales de valor una oportunidad para el desarrollo de los países de América Latina? Los debates acerca de esta pregunta no han llegado a una respuesta concluyente dado que, como puede suponerse, depende del caso, del país, de la cadena en cuestión y del estadio de desarrollo de los sectores que participan en dicha cadena. Algunos estudiosos sobre las temáticas del desarrollo postulan que aunque se trate de eslabones con bajo valor agregado, es importante que los países se inserten en las cadenas globales de valor ya que a medida que el país crezca y sus empresas vayan aprendiendo la tecnología y los estándares de producción y comercio internacionales lograrán gradualmente llevar a cabo un “escalamiento industrial” hacia eslabones de mayor valor agregado y más intensivos en conocimiento. Se trataría entonces de un estadio del proceso de desarrollo que el país debería afrontar para ser más desarrollado en el futuro. Del otro lado de la biblioteca sostienen que si los países tomaran ese camino quedarían atrapados en una trampa de bajo valor agregado (value added trap) como, por ejemplo, operaciones de ensamblaje de piezas diseñadas e importadas de otros países y con bajos salarios para los trabajadores locales, y nunca estarían en condiciones de dar un salto hacia actividades más sofisticadas. Es por ello que aconsejan proteger la industria local y evitar una inserción significativa en la economía global hasta tanto la primera se encuentre en condiciones para competir con las empresas de países tecnológicamente más avanzados (infant industry). En el medio están quienes promueven el fomento de “campeones nacionales”, tales como las empresas translatinas (transnacionales de origen latinoamericano), y generar encadenamientos productivos desde dichas empresas de avanzada hacia el resto de la economía.
Mientras los estudiosos discuten sus argumentos y los países de la región y del resto del mundo en desarrollo avanzan con diversos matices en una u otra dirección, nuevas complejidades están emergiendo en la organización productiva. Un paradigma diferente, la Industria 4.0(en referencia a la Cuarta Revolución Industrial) se asoma en los países más industrializados. Se trata de una revolución en la que productos y máquinas están interconectados digitalmente, así como las máquinas interactúan automáticamente (sin intervención humana) con otras máquinas (M2M). Se trata de un concepto muy novedoso, dado que fue presentado por primera vez en el año 2011 en la Feria Industrial de Hannover, Alemania, cuyo gobierno tiene una clara estrategia de fomento de su industria hacia dicha transformación tecnológica.
El paradigma productivo 4.0 implica la digitalización de las cadenas de valor y el procesamiento de datos entre los diferentes eslabones. Estos datos son automáticamente procesados por un software conectado a sensores, entrelazando el mundo digital con el mundo físico. De esta manera, los proveedores a lo largo de la cadena están conectados automáticamente y de forma instantánea con las necesidades de sus empresas/clientes, mejorando sustancialmente el control y potenciando la eficiencia de todo el proceso productivo. Las tecnologías clave de este paradigma incluyen: sistemas ciberfísicos de integración; máquinas y sistemas autónomos (robots); internet de las cosas (IoT); manufactura aditiva (impresión 3D); big data y análisis de macro datos; computación en la nube; simulación de entornos virtuales; inteligencia artificial; ciberseguridad; y realidad aumentada. La transformación más profunda se produce por la digitalización y la posibilidad de conectar en tiempo real a todos los actores sociales mediante Internet.[2]
Desde el punto de vista del desarrollo y de la integración productiva, lo más relevante de la irrupción aún incipiente del paradigma 4.0 es que la interacción automática entre máquinas impactará de lleno sobre el trabajo y, en consecuencia, sobre ventajas competitivas fundadas en los costos laborales. Es por ello que junto con este paradigma comienzan a esbozarse tendencias hacia el reshoring, esto es, la tendencia a relocalizar actividades previamente desplazadas hacia países en desarrollo con menores costos laborales (offshoring), nuevamente hacia los países tecnológicamente más avanzados. El avance de esta tendencia y los cambios en las cadenas de valor globales que ello generará se verán inevitablemente traducidos en una modificación sustancial de los flujos de comercio e inversión internacionales.
Es por ello que los países de América Latina deben prepararse y anticiparse a los cambios que se avecinan, fomentando el desarrollo de factores de competitividad que trasciendan el costo laboral, fundamentalmente a través de la calificación de sus trabajadores para se encuentren a la altura del manejo de las tecnologías 4.0 y que puedan destacarse no por sus bajos salarios sino por la calidad, creatividad y productividad de su trabajo.
[1] Es por ello que en los tratados de libre comercio debe definirse el porcentaje de contenido nacional de un bien para ser considerado efectivamente nacional, dado que son cada vez menos aquellos bienes compuestos por partes originadas y procesos localizados en un mismo país.
[2] Basco, Ana Inés, Gustavo Beliz, Diego Coatz, Paula Garnero (2018), “Industria 4.0. Fabricando el Futuro”, BID-INTAL-UIA, pp. 16.